Imagen: Michelson y Morley
Desde
la época de Galileo se tenía constancia de la relatividad del movimiento y del
hecho de que cada objeto posee un sistema de referencia propio. Sin embargo, en
el siglo XIX los científicos estaban empeñados en hallar un sistema de
referencia absoluto, es decir, que no se moviera y que sirviera de referencia
para el resto; era una obsesión justificada por el hecho que toda la mecánica
clásica está fundamentada en este tipo de sistemas (Del Rey et. al. 2009).
Simultáneamente, otro de los problemas que ocupaba a los físicos era el medio a
través del cual se propagaba la luz. Uno de los posibles era el éter, que se
definía como un fluido imponderable y elástico que ocupa todos los huecos del
universo. Si se demostraba la existencia de semejante fluido, éste no sólo
explicaría el desplazamiento de las ondas lumínicas, sino que podía ser el
sistema de referencia absoluto que tanto ansiaban. Existían dos grandes
hipótesis relativas al mismo: que se desplazara en conjunto con la Tierra o que
la Tierra se desplazara respecto del éter. Fue así como, por una parte, el
investigador Michelson inventó el interferómetro que lleva su nombre a
fin de determinar la existencia del “éter”, hizo un primer intento en 1881, y
luego en 1887 en colaboración con Morley llevó a cabo una versión más precisa
del experimento que puso las bases experimentales para la teoría especial de la
relatividad, idearon un experimento para medir el desplazamiento de la Tierra
con respecto de ese medio, el cual se llevó a cabo en 1887. Partiendo de un
dispositivo que Michelson había ideado, construyeron en el laboratorio un nuevo
interferómetro, en el que una misma fuente emite dos rayos de luz de la misma
longitud que recorren simultánea mente dos caminos (de ida y vuelta), pero
dispuestos formando un ángulo de 90º de esta manera se veían afectados de
manera diferente por el éter. Al juntar los dos rayos y observar el patrón de
interferencia obtenido, el interferómetro dio un resultado negativo, es decir,
no había pruebas de la existencia del éter; pero para no romper todos los
esquemas que se tenían, se concluyó que el éter era arrastrado por la Tierra
(Del Rey et. al 2009)
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